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Los buitres de Óscar Cerruto



El relato breve Los buitres de Óscar Cerruto es una estremecedora historia de misterio que te atrapará entre sus lineas. Buena lectura.

Cuando subió al tranvía, no advirtió de momento su presencia.

(Había dejado pasar un taxi sin detenerlo ni sabía por qué, y luego dos ómnibus abarrotados de pasajeros. No quería viajar incómodo, expuesto a recibir pisotones o que alguien, al abrirse paso, le arrancara el sombrero. Odiaba esas aglomeraciones. Pero los tranvías no le eran menos aborrecibles. Le parecían vehículos para viejos y mujeres gordas. Artefactos asmáticos y ruidosos. Se decidió, sin embargo, por ese que se acercaba dando cabezazos. Una señora joven con una niña se habían detenido a su lado. «Si suben ellas, lo tomo», pensó. La señora hizo una seña al motorista, y el tranvía, jadeante, se detuvo. Subieron los tres).

Pero al llegar a la mitad del pasillo sintió —sin que la sensación tomara forma en su conciencia— que algo de irregular había allí adentro, en las personas o en la atmósfera.

(El tranvía partió con brusquedad; sus nervios vibraron, adaptándose al aire rumoroso de hierros y vidrios que circulaba en su interior).

Fue entonces cuando percibió algo como un fluido y sus ojos se pusieron a buscar involuntariamente de dónde provenía ese llamado impalpable. No se sentó en seguida, ni avanzó por el pasillo, sino que tomándose de un asidero dejó errar su mirada un segundo, como si esperase encontrar a un conocido, mientras buscaba acomodo con movimientos calmosos, de autómata.

Ocupó al fin, el primer sitio que halló libre, y se disponía ya a desdoblar su diario cuando, de repente, una muchacha sentada en uno de los asientos delanteros, volvió la cabeza, y fue como un choque. De inmediato supo que era eso lo que lo había turbado vagamente, y ya no apartó casi los ojos de ella. En el breve instante en que se cruzaron sus miradas, buscó hasta el último detalle de su rostro, y como en una súbita instantánea, quedó grabado en la placa de su cerebro.

Ahora que mirada su pelo de color de miel, suavemente ondulado, luminoso, sabía cómo era ella. Y aunque no la había oído hablar, conocía el timbre de su voz, clara y recta como una espada. Estaba enterado de todo eso, y, sin embargo, no habría podido describirla.


Cuando se esforzaba por hacerlo, con la mirada fija en su nuca, mientras el tranvía rodaba bajo el sol por las verdes alamedas próximas a la Plaza Italia, solo conseguía arribar a la convicción de que era dulce y femenina, con unos labios de un rojo pálido y una luz en las mejillas que iluminaba y al mismo tiempo diluía los demás rasgos de su cara.

El guarda se acercó a cobrarle su boleto. Un poco confundido, le alargó la moneda (acababa de advertir que la tenía fuertemente sujeta entre los dedos, como un niño).

Se había ubicado cuatro o cinco asientos más atrás, y recordó que antes de hacerlo, en ese segundo en que se mantuvo de pie, buscando, la había visto por la espalda (la acompañaba una amiga, quizá su hermana, sentada a su lado), sin detenerse en ella, que por detrás se confundía con los demás pasajeros, como si su magnetismo femenino solo obrase por el fluido de sus ojos o de su rostro.

Subían los pasajeros. El tranvía seguía rodando, con un estrépito de hierros sin aceitar, quejándose y sacudiendo su armazón estropeada. A los costados se elevaban ahora los altos edificios de la calle Santa Fe, lúcidos de cal hiriente bañada de sol, mientras el guarda, en la plataforma, tiraba enérgicamente del cordón de la campanilla, con la primavera repicando en su sangre.

La muchacha no había vuelto a mirarlo. Hablaba con su compañera y parecía ignorar por completo su presencia. Pero el fluido continuaba actuando en sus nervios, y eso le decía que estaba tácitamente en comunicación con su pensamiento.

Grupos de mujeres jóvenes, vestidas con telas ligeras, de colores alegres, flotaban en el río del tránsito. El tranvía bogaba como un cetáceo, entre las olas de la calle, los racimos humanos peligrosamente colgados de sus barrotes. Así cargado viraba —con ese chirrido en el que se evade el doloroso cansancio del hierro— por la esquina de Paraguay y Maipú cuando asomó un inmenso camión, como un monstruo furioso, y se abalanzó rugiendo sobre él. El pasaje gritó, paralizado. Pero la bestia relampagueante cruzó a dos pulgadas de la tragedia. No había sucedido nada. A lo más, unos paquetes, que rodaron por el suelo. Pensó, sin embargo, en abandonar el vehículo. Seguiría a pie, o tomaría un taxi. Ese armatoste lo inquietaba. «Me van a matar cualquier día», se dijo. Pero en seguida rechazó los absurdos presagios.


El tranvía siguió rodando perezosamente, y su mismo traqueteo sosegado pareció devolverle la confianza.

La risa despreocupada de una pasajera acabó por disipar sus recelos. Además, estaban ya cerca de la calle Corrientes.

Las edificaciones se hicieron familiares; las reconoció: ésa era la cuadra en que habitaba; tenía que bajar. Pero algo lo ataba a su sitio: no se decidía. Solo entonces comprendió que era la desconocida, y cuando llegó a la esquina en que debía abandonar el vehículo siguió en su asiento, sin moverse. «Es ridículo», pensó profundamente turbado. Nunca había hecho eso. No acostumbraba seguir a las mujeres que encontraba en la calle. Es cierto que era un hombre solo, y que amaba la vida. Es decir, que le habría gustado compartirla con uno de esos seres puros y delicados. Tal vez era su obligación buscarlo.

Pero un recato íntimo le impedía confundirse con un perseguidor callejero. Tuvo la impresión de que el guarda lo espiaba. Y que tiraba con más violencia del cordón de la campanilla. Pero, en seguida, viendo su rostro joven y desaprensivo, comprendió que su sospecha era ilógica, puesto que el guarda, probablemente, no lo había visto en su vida.

Dejaron atrás la Avenida de Mayo. Habían llegado a los barrios del sur de la ciudad, y se deslizaban ahora por una ancha avenida. Al fondo, el humo de las fábricas ensombrecía el cielo. «No puede ir muy lejos —se dijo—. Tiene que bajar pronto». El tranvía se iba vaciando. Observó, asimismo, que a medida que se internaba en los suburbios de la población, el día se apagaba paulatinamente.

Atravesaron el Riachuelo, espeso como un vino. Las dos muchachas seguían en sus asientos, sin hablar. A la luz declinante de la tarde, solo divisaba ahora sus espaldas rígidas, por las que trepaban las sombras, como devorándolas. El tranvía, poco a poco, fue quedando solitario; solo ellas —ellas y él— permanecían inmóviles en su sitio.


Cayó la noche. Luces siniestras iluminaban una ciudad desconocida. Ojos cargados de crimen los miraban pasar desde la tiniebla. Un viento perverso ambulaba por los rincones de las calles, arrastrando papeles y hojas muertas. No sabía en que lugar se encontraba ni por que estaba allí ni adónde se dirigía.

En el interior del tranvía goteaba una claridad amarilla. De vez en cuando subían unos pasajeros embozados y volvían a desaparecer, misteriosamente, sin que el vehículo se detuviese.

Atravesaba dando saltos por una región desolada, en la que se escurrían sombras apelotonadas, a ras del suelo. En lo alto soplaba el viento enfurecido. Relámpagos como navajas desgarraban la noche. En el seno de la obscuridad se incubaba una tormenta. Truenos apagados rodaban en la lejanía. El tiempo había cambiado sensiblemente. Hacía frío. Se sintió helado: una humedad peligrosa, como una fiebre, lo calaba hasta los huesos.

Y de pronto se derrumbó el temporal. Masas de agua negra caían sobre el tranvía; resonaban los truenos hondamente, como galgos que se despeñan en un precipicio; y el tranvía zigzagueaba en la sombra perseguido por los rayos y los relámpagos.

La tempestad bramó toda la noche. El tranvía siguió corriendo embozado en la cólera nocturna, traqueteante, ciego, tenaz, sin detenerse, como impelido por esa cólera que sólo cedió al amanecer. Volvió a lucir el sol. Atravesaban ahora por una ciudad extraña. ¿Qué ciudad era ésa, que él nunca había visto? Cubos y torres grises sucedíanse unos al lado de otros, y entre sus vagos muros, habitantes de niebla, fantasmales. ¿Hablaban esas gentes, pertenecían a su mundo? Subían y bajaban; él las sentía cerca, rozándolo, y al mismo tiempo lejanas, como esfumadas, pero amenazantes.

Todas parecían a punto de volverse contra él, de mirarlo con ojos de fuego, de desenfundar heladas armas. Pero en seguida el sol se hundió de nuevo, rápidamente, y reinó otra vez la obscuridad. Bandas incógnitas y ebrias saltaban al tranvía, silenciosas o vociferantes, y volvían a desaparecer. Los perros aullaban a lo lejos. Y se alzaba el día y caía la noche, y el tranvía seguía rodando sin detenerse.


Solo las muchachas no se movían. Ni hablaban. Ni lo miraban.

Ahora la campanilla se agitaba débilmente. La mano del guarda parecía fatigada. La miró asida al cordón, y vio que era una mano de viejo, con la piel rugosa y seca.

Siguió la dirección de la mano cuando ésta descendía y, horrorizado, con un nudo de angustia en la garganta, advirtió que el guarda había envejecido: sus cabellos se habían puesto completamente blancos, y le colgaban como ramas de cerezo sobre los hombros y la espalda; y las arrugas cruzaban su rostro en todas direcciones. Su uniforme había perdido color y forma; aparecía deshilachado y lleno de remiendos.

Tuvo miedo de llevarse la mano a la cara, de mirar siquiera la piel de sus manos. La sangre había dejado de latir en sus sienes.

Con los sentidos como suspensos sobre él mismo, ingrávido, ausente, percibía la ascensión penosa de las ruedas por una angosta quebrada. Las horas resbalaban afuera a modo de gotas de tiempo, opacas, por las barbas eternas de las montañas.

Luego el tranvía entró en una vasta extensión desierta y se deslizaba ahora sin ruido, blandamente, en medio de un aire inmóvil y congelado. Su marcha era fácil, pero lenta, inquietante. Como si con el ruido hubiera desaparecido algo esencial, algo vital y tranquilizador, semejante a la facultad misma de sentir y de escuchar. Como si bruscamente hubiese ensordecido.


Su corazón helado se hizo denso. Pareció estacionarse en el interior del tranvía, con el sumo pesado de la arena. En todo el contorno, afuera, no se distinguía el menor signo de vida. Una luz extraña, irreal, estancada como el aire, bajaba de alguna parte sobre el árido pasaje.

Casi se respiraba una atmósfera de cripta. Un ligero graznido atrajo su atención. «¿Acaso estaré muerto y…?», se dijo, estremeciéndose, y sin atreverse a completar su pensamiento. Miró frente a él con alarma: sobre el pecho de la muchacha se hallaba posado un buitre. Su plumaje negro parecía descolorido, con esa condición del lodo y la herrumbre, que le daba apariencia repulsiva de rata o de murciélago.

Se preguntaba cuándo había entrado allí, y por dónde. Y en medio de su preocupación, casi superflua en esos momentos, advirtió que el pájaro no estaba ocioso: ¡Vio con espanto que su pico se ensañaba en uno de los ojos de la muchacha, que permanecía rígida como una estatua, y muda, como su compañera! Se alzó prontamente de su asiento, para espantar al intruso, y en ese mismo instante pudo ver que una espesa nube de buitres volaba junto al tranvía, escoltándolo. Algunos trataban de introducirse por las ventanillas cerradas y sus picos repiqueteaban en los cristales con un redoble sordo y funeral. No alcanzó a dar dos pasos: por la puerta delantera irrumpió un huracán ceniciento; las furiosas aves carniceras se estrellaban enceguecidas contra su propio pecho.

Se defendió con los puños crispados, golpeando al azar; protegía sus ojos, sintiendo en las manos las garras y los picos iracundos. La tromba de buitres seguía penetrando inacabable, y era cada vez más ávida y poderosa. La sentía encima de él, coma una ola. Trastabilló. Vaciló.

Fue a caer sobre el filo de uno de los asientos. Un sudor viscoso como la sangre le humedecía la frente. Pudo levantarse de nuevo y comenzó a retroceder. La furiosa acometida lo empujaba hacia el fondo, hacia atrás; era un viento de cólera desencadenado contra él; una columna turbia que bajaba sobre su cabeza, un brazo de la muerte. Se debatió unos instantes en el marco de la puerta, enredado en la pierna inerte del guarda allí caído (la tierra volaba bajo sus pies con un hervor de vértigo) antes de lanzarse al vacío.

Tuvo la visión del tranvía, que fugaba por la meseta lunar, en un altiplano de luz difusa, y se perdía rápidamente en el horizonte, perseguido por una obscura humareda de alas.


Fin de Los buitres de Óscar Cerruto